China, el peligro amarillo
Hay un curioso documento en el Museo Nacional de Historia Estadounidense de Washington, aunque su lugar natural sería un retrete. Se le conoce como la Curva de Laffer, una servilleta en la que hay dibujada una simple campana de Gauss rebautizada para la ocasión. Pero es tal despropósito que ni Juan Ramón Rallo se la acaba de creer. La mires como la mires, viene a decir que siempre hay que bajar los impuestos a los ricos para lograr un mundo mejor pues, generosos ellos, a quien más les beneficia que no paguen impuestos es a lo pobres. Por arte de magia, se forran. No es una exageración decir que es una de las piedras de toque del sistema neocapitalista.
Los taimados chinos, que como sabemos son una gran amenaza para nosequién, también tienen su papelito colgado. En 1978, dieciocho campesinos de un pueblo llamado Xiaogang (de los escaso cien habitantes que había), se hartaron de la inveterada costumbre local de morirse de hambre, así decidieron firmar un pacto. La idea era repartirse los terrenos comunales, pasarse por la entrepierna la Revolución Cultural, y hacerse cargo cada uno de una parcela. Cada uno se quedaría una parte de la cosecha para consumo propio y, el resto, se pondría en común. Mao había muerto apenas dos años antes. El gesto era un desafío que podían implicar la cárcel (con mucha suerte) o la muerte (con un poco menos).
Mosqueadas, las autoridades acudieron y, ante tal arranque de insolencia, todo un órdago a la política oficial, no dudaron en tomar cartas en el asunto: extendieron el método a toda China. El documento se exhibe hoy en el Museo de Historia de la Revolución China y se le venera con el mismo fervor que los americanos a su Constitución. De hecho, es la base que les ha permitido convertirse en la primera potencia mundial (independientemente de lo que digan los indicadores oficiales, pensados para medir la riqueza desde el punto de vista occidental).
La diferencia entre un documento y otro es la historia de las cinco últimas décadas. Desde los años 80, Estados Unidos ha pasado de ser una clasemediolandia a una oligarquía en fase última de autodestrucción, donde la mayor parte de la renta generada transfirie, y cada vez a mayor velocidad, hacia el uno por ciento que más tiene; China, ha pasado de ser tierra de campesinos famélicos al paraíso de la clase media, con infraestructuras que parecen sacadas de una película de ciencia ficción, seguridad social generalizada, y un país de propietarios (el 90% es dueño de su casa). Eso, con sueldos que son la tercera parte de los de EEUU. Si tenemos en cuenta el coeficiente de Gini (que mide la desigualdad en los países), EEUU tiene un 41,3 %, lo que le permite tutear a países como Perú, Bolivia, Argentina o Turquía; China, con un 35,7%, se acerca más a Europa.
Eso no quiere decir que China sea el parnaso. Ahí está el Partido Comunista que, desde que se creó la República Popular China, ha sido el único en gobernar el país. Pero en todos sitios cuecen rollitos de primavera. En Estados Unidos, desde 1852, se han alternado en la Casa Blanca Republicanos y Demócratas, convertidos ya hace tiempo las dos caras de la misma moneda. Se puede decir que EEUU es el doble de demócrata que China. El sistema está diseñado para que sea imposible que un independiente o un tercer partido tenga la mejor oportunidad de romper el status quo.
Las elecciones son otro punto de referencia: para llegar al Parlamento Chino hay que ser miembro del Partido Comunista. Aquí, nuestros amigos americanos, maestros en el noble arte de la meritocracia ya que cualquiera puede ser presidente (incluso un violador), les vuelven a mojar la oreja: desde el año 2000, entre el 85,61% (año 2010) y el 97,54% (2004) de los congresistas que ganaron el escaño fueron los que más invirtieron en la campaña; en el Senado, la proporción oscila entre el 71,42% (2020) y el 87,88% (2024). ¿Y los presidentes? Desde 2000, solo Trump en 2016 ha ganado unas elecciones gastando menos que su rival. Ingenuo de mí, yo a esto, en función de cómo lleve el día, lo llamaría una oligarquía o una plutocracia. Durante estas dos décadas, el coste de unas elecciones se ha multiplicado por tres, de ahí que no debería extrañar que la administración Trump es la que más mil millonarios tenga de la historia. Pero no voy a seguir abrumando con datos que todo el mundo conoce porque los medios generalistas los han repetido hasta la saciedad.
Habrá quien piense que soy antiamericano. No me voy a enfadar, porque yo lo que digan los indigentes mentales lo respeto. Pero hay que asumir la realidad, y esa es que Trump no es una anomalía del sistema, solo es un chalado naranja que ha adelantado unos años algo que tenía que ocurrir tarde o temprano: el fin por estrangulamiento económico de uno de los imperios más efímeros (y mediáticos) de la historia. Aun así, y como todos sabemos porque la libertad de expresión en España no admite otra opinión, es la mayor democracia del mundo.
Pekín es una amenaza para la paz en la misma medida que Rusia. Lo dice la tele. Si es por lo que se invierte a nivel internacional en mantener la paz eterna, los datos no parecen ir en esa dirección. Según el Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo (SIPRI), en 2023 el gasto militar mundial ascendió a unos 2,44 billones de dólares, de los que el 55% corresponde a la OTAN; el 37%, a Estados Unidos; el 15,6 %, a Europa, y el 12%, a China. O no son tan malísimo o son muy tacaños.
Para hablar de peligro para la paz, hay que tener en cuenta que hablamos del gigante asiático, cuya imagen más icónica es la Gran Muralla, la mayor estructura defensiva de la historia. Igual es que no tienen precisamente un ADN de país agresor, aunque —a juicio de nuestros expertos— sus cero bases en el extranjero o su política de no injerencia en la política de otros países parezca indicar lo contrario. Que se haya expandido por África o Latina América a base de acuerdos comerciales, y sin pedir a cambio nada más que la devolución del crédito (igualito que el FMI o el Banco Mundial, no digamos ya la CIA), no debería hacernos perder la perspectiva: son el coco. Lo he leído.
Habrá quien opine que no son tan malos, pues que se lo piense mejor ya que pruebas de su perfidia hay para aburrir. Un ejemplo está en la región de Aksai Chin, en la frontera con India. Dado que los ánimos están bastante caldeados, los soldados de ambas potencias nucleares no van armados, solo llevan palos, porque saben lo fácil que es un pequeño conflicto escale. Igualito que aquí. Igualito que lo que se avecina en Irán. Si eso no es suficiente prueba de una civilización, en sentido estricto, superior, que venga dios, el que sea, y lo vea.
Y qué decir de Taiwan, que más que un país es una broma. De las apenas quince naciones que la reconocen, las más importantes son el Vaticano y Paraguay. En las listas no figura ningún país europeo ni, por supuesto, EEUU. En realidad, no es más que una provincia de China —de hecho, se le apoda ‘la provincia rebelde’— pero Pekín prefiere no invadirse a sí mismo y, haciendo gala de una paciencia proverbial, espera el momento de hacerlo o encontrar una solución que, por ejemplo, podría tomar a Hong Kong como modelo. Pero si Gaza puede convertirse, con nuestro dinero, en un resort construido sobre un cementerio de niños, a ver quién les chista si deciden invadir.
Abreviando. Aunque parezca que toda esta diatriba tenga que ver con el viaje de Pedro Sánchez a China, lo cierto es que me he limitado a actualizar [a partir de aquí] un texto que tenía escrito hace muchas semanas, pero cuya publicación he ido posponiendo. Mis amigos (los dos) podrán certificar que me hice prochino de toda la vida hace ya varios años y que, desde entonces, aprovecho para hacer apostolado de un país que no he pisado a todo el que se pone a tiro de escupitajo.
El miedo a China —una versión nueva del ‘peligro amarillo’ del siglo XIX— no se debe a que constituya una amenaza militar sino a que su versión del capitalismo de estado es cien veces más eficaz que el nuestro, más parecido (pero más asequible) que el que viene del norte de Europa. Han pasado de ser pobres como las ratas, a tener las mejores infraestructuras del mundo. Nos mean a todos en la cara en cuestiones tecnológicas, y han logrado sacar de la pobreza extrema a cerca de 800 millones de personas en apenas cuarenta años. No hay en la historia de la Humanidad ningún país que se acerque, ni de lejos, a lo que han logrado. Hundir un país en cuatro meses, como ha hecho Trump, también tiene mérito. Las cosas como son.
Aznar, que viajó a China en 2000 a recomendarle a los estudiantes que no se metieran en política, ahora ladra. Lo que lo que de verdad da pavor a los Aznares y compañía, es que Pekín lo ha conseguido controlando desde el gobierno el desarrollo industrial, con un sistema fiscal que beneficia a las clases medias, poniendo coto a la mercantilización de la educación privada para evitar que los ricos salgan privilegiados, y extendiendo la seguridad social hasta el último rincón de sus fronteras. Pero lo peor de todo es que la clave de su éxito es muy sencilla: la plusvalía que generan los trabajadores chinos se reinvierte en su país, en sus ciudadanos, no en su élite económica ni en rearmes, genocidios o guerras absurdas.
Pero hay algo todavía peor. Desde China repiten hasta la saciedad que su modelo no se puede exportar y, desde luego, no lo han hecho a lo largo de su historia combinando cañones y colonialismo religioso como nosotros. Es decir, se puede aprender de ellos que todas las ganancias que genera la automatización o, ahora, la IA no tienen por qué ir a unas pocas manos, y que se puede repartir de manera más equitativa para que ser más ricos no suponga tener más pobres. Y todo eso, sin renunciar a nuestra manía de que se respeten (cada vez menos, eso sí) los derechos humanos de los que tanto presumimos.
Estados Unidos se va por el desagüe; Europa, si no cambia el rumbo, le seguirá. Y hay dos opciones: o Luigi Magione o Xi Jinping. Aunque el cuerpo nos pida la primera opción, es de las que acaban mal. Por eso nos empujan hacia ella.
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